La historia de Juan Ahogo
Recuerdo muy bien a Juan Ahogo.
Fue compañero mío del colegio de los Hermanos Maristas, el que estaba frente a la Diputación, allá por los años setenta.
Juan era un tipo alegre y, sobre todo, un líder, lo que hoy llamarían “influencer”.
No era un buen estudiante, desde luego, pero eso a los quince años no importa demasiado. Lo cierto es que cuando comenzamos a salir con nuestra pandilla de chicas Juan las encandilaba.
Quizá porque siempre vestía con Levy´s y Lacoste, o porque era el único de la clase que tenía una moto, una preciosa Bultaco Lobito, o tal vez porque fue el primero que comenzó a fumar.
La historia de Juan Ahogo de EPOC es dura y triste, como tantas otras 🚬
Sí, en mis recuerdos aparece el joven Ahogo con un impenitente cigarrillo en su boca. Un Ducados, negro y fuerte, “tabaco de hombre”, como él decía a los diecisiete años.
Juan se había convertido en nuestro ídolo, y la mayoría de nosotros comenzamos a imitarlo. Nos compramos como pudimos unos pantalones Levy´s y empezamos a fumar.
El tema de la moto ya fue harina de otro costal, y solo alguno de mis amigos consiguió llevar algún día la Vespa de sus hermanos mayores. Quizá toda nuestra pandilla fumaba, chicos y chicas, aunque alguno –estoy pensando en Víctor, que era asmático desde bien pequeño─ lo pasaba fatal, entre toses y jadeos.
La vida nos llevó a la Universidad, donde la mayoría de nosotros fuimos dejando el tabaco, no así Juan, que cada curso lo comenzaba en una Facultad diferente y cada año fumaba más. Yo abandoné ese triste socio cuando vi en mis prácticas hospitalarias los estragos que causa, años después, el maldito tabaco. Pero Juan Ahogo siguió, y siguió.
Su vida perdió pronto el lustre de lo glamuroso y comenzó a dar tumbos, de un trabajo a otro.
Por entonces la Lobito ya no molaba y su sueldo apenas le permitía vestirse con dignidad. Eso sí, no le faltaban los cinco duros para el paquete de Ducados. Fue a los treinta cuando comenzó a toser por las mañanas ─la tos del fumador, la llamó─ pero no se percató de que aquello era la llamada de su cuerpo para que dejara de inhalar un irritante tan potente que hacía que la mucosa respiratoria se inflamara y lo rechazara. Un día apareció por mi consulta.
Nos hizo alegría a los dos reencontrarnos, y la charla trufada de recuerdos dejó paso a la auscultación y la espirometría:
─Tienes una bronquitis crónica tabáquica, Juan. Tus pulmones funcionan bien aún, de modo que si dejas de fumar las cosas mejorarán pronto y no habrás de pagar una deuda a causa del tabaco.
Recuerdo el gesto de Juan Ahogo, idéntico al que nos regalaba subido en su moto:
─No es el momento, doctor.
La vida siguió y nos llevó por caminos diferentes, pero el azar hizo que nos reencontráramos en una cena aniversario de COU de los Maristas, treinta años después de aquel maravilloso curso. Juan Ahogo se acercó a saludarme. Estaba delgado y sus uñas habían adquirido el color amarillento que conocen bien los fumadores masivos.
─¿Cómo estás Juan?
─De eso quería hablarte, doctor. La verdad es que no puedo subir más de un piso de escaleras y esta tos me está matando.
Lo vi dos días después en la consulta. Su pecho sonaba como un viejo tren y esta vez su espirometría ya revelaba importantes alteraciones:
─Tus pulmones funcionan al 54%, Juan. Tienes EPOC.
─¿E… qué? ¡Como os gusta hablar a los médicos con zarandajas para que los pacientes no entendamos nada!
─Enfermedad pulmonar obstructiva crónica, Juan. Tus bronquios se han ido cerrando, a causa del tabaco, y están inflamados, por lo que el aire pasa con dificultad a su través, por eso tienes esa tos y esa dificultad para respirar.
─Pero tendrás remedio para mí, ¿verdad, amigo?
─Existen opciones de tratamiento, Juan, pero todas pasan por abandonar la causa del problema, el tabaco.
─¡Pues vaya médico que eres tú! Así yo también resuelvo los problemas.
Juan Ahogo se marchó de la consulta airado, no sin un informe mío en el que le recomendaba abandonar el tabaco, un apoyo farmacológico para eso y un broncodilatador. No volví a verlo hasta doce años después.
En esta ocasión Juan Ahogo estaba ingresado en una cama de mi hospital. El oxígeno de su mascarilla le permitía seguir vivo y en sus venas inyectábamos antibióticos, corticoides y un larga nómina de medicamentos que su organismo desgastado precisaba para seguir funcionando.
Pero algo había cambiado en mi antiguo amigo:
«Debí hacerte caso Doctor, ahora no me vería así…aunque creo que es demasiado tarde»
Nos cuenta Juan carlos padilla
─Nunca lo es, Juan. Conseguiremos que mejores, amigo mío, llevarás una vida de cierta calidad…
─Cierta calidad… es un eufemismo de esos que usáis los médicos. Mi tren pasó… quizá aquel día en tu consulta, hace tanto tiempo…
Fue la primera vez que le vi emocionado… y compungido. Quizá veía cerca su final, un injusto final. Solo añadió una cosa más:
─Hazme solo un último favor, doctor. Haz que mi hijo Juan no fume.
En aquel rostro moribundo pude vislumbrar en aquel momento dos sentimientos: Arrepentimiento y amor, enorme amor, por su hijo, la única persona que realmente le importaba en el mundo.
Médico Neumólogo